Los alumnos que formó Guillermo Cano

Por: EL ESPECTADOR

En 43 años que pasó en El Espectador, 34 de ellos como director, así como aprendió de sus maestros, supo crear una redacción histórica de inolvidables talentos. La lista es mayor, pero aquí una breve antología de buenos alumnos.
Cuando Guillermo Cano llegó a El Espectador de su familia, a los 18 años, se producía un relevo en la jefatura de la redacción. El curtido periodista huilense Alberto Galindo, quien ejerció a título de “secretario de redacción” durante 11 años, decidió pasar a su exitoso radio periódico La Opinión, preámbulo de una estable carrera política que lo llevó a la Cámara y al Senado. En su reemplazo quedaron dos jefes: el pionero del periodismo económico Darío Bautista y un joven de 23 años que había llegado al diario a los 13 como linotipista: José Salgar.


Fueron cuatro años de reportería taurina, judicial, deportiva o de espectáculos, bajo la batuta del minucioso “doctor Bastidas”, como llamaba Luis Cano a Darío Bautista, y la amistad de José Salgar, cinco años mayor que Cano. En octubre de 1947, Guillermo Cano fue designado secretario de dirección y redacción. Eso se tradujo en responsabilidades editoriales e informativas, de la mano de maestros del oficio como Luis Eduardo Nieto Caballero o Eduardo Zalamea Borda, y en contacto con coequiperos de la redacción que empezaban a tomar las riendas.


En ese cruce de caminos surgió Dominical, nueva faceta de impreso literario para el fin de semana que propuso Zalamea, secundó Rogelio Echavarría y dieron forma Guillermo Cano y Álvaro Pachón, su “personaje inolvidable”. A la manera de las revistas norteamericanas y europeas, y abierto en sus páginas a nuevos autores. El impreso donde publicó su primer cuento Gabriel García Márquez, su primera narración judicial Felipe González Toledo y debutó el cronista Germán Pinzón. El preámbulo de Guillermo Cano antes de asumir la dirección a sus 27 años.


En septiembre de 1952, 11 días después de que una muchedumbre transformada en vandalismo y azuzada por detectives y policías atacó la sede del diario en la avenida Jiménez con carrera 5ª y provocó un incendio que consumió la colección de 65 años. Tomó la batuta que habían portado su abuelo Fidel Cano, su tío Luis y su padre Gabriel. En un momento en que la violencia partidista arreciaba y la censura de prensa era orden del día. Por eso, la inmediata consigna fue resistir y rodearse de buenos colegas y amigos, unos de su tiempo y otros del semillero permanente.


Mike Forero Nougués, a quien conoció entrevistando como jefe de Educación Física del Ministerio de Educación, y después convirtió en gestor de una camada de reporteros deportivos, con dos jefes alternos: Antonio Andraus y Rufino Acosta. Luis de Castro, editor judicial que lo acompañó cuatro décadas y, arropado por la capa del buen humor, fue su guardián en memorables peleas desde los tiempos de la crónica roja, los escándalos financieros o los azarosos tiempos del narcoterrorismo. Héctor Osuna, genio de la fisonomía en el trazo y la sutileza en la amistad.


En la redacción de El Espectador que regentó Guillermo Cano que, entre reporteros, fotógrafos, diseñadores o la gente de la rotativa, defendió la libertad de prensa frente a la dictadura de Rojas, documentó avances y retrocesos del Frente Nacional bipartidista, fue palo en la rueda en los ensayos militaristas del Estatuto de Seguridad y llegó a los años 80 rodeado por la confianza del país. Con leales artífices a la sombra como Guillermo Lanao, Pablo Augusto Torres, Enrique Alvarado o Luis Palomino, pues siempre requirió jefes atentos a cualquier primicia.


Lo mismo que aquellos de quienes intuyó su agudeza y fueron piezas claves en su histórico engranaje. Carlos Murcia, que después de hacerlo todo en la reportería por tres décadas fue su sonoro editor político, con un “Periscopio” famoso que mantuvo al día el acontecer en los círculos del poder. Óscar Alarcón, editor, corresponsal, columnista, el hombre de los “Microlingotes” que sigue dando batalla con su repentismo y fue otro as en su baraja. O Fabio Castillo, el autor de Los jinetes de la cocaína, su tenaz aliado en la desigual pelea contra el narcotráfico.


Y tantos otros que descubrió en su extraordinaria capacidad para llenar vacíos informativos. Juan Gossaín, que captó en una carta enviada desde San Bernardo del Viento, con el alucinante relato de un hospital prefabricado donado en cajas por unas misioneras. La cacica Consuelo Araújo, cuya Carta vallenata mostró el liderazgo del Cesar en los años 70 con acordeones a bordo. María Teresa Herrán y sus Reportajes diabólicos, sus editoriales o su serie sobre la Sociedad de la mentira, en los que evidenció su aplomado criterio para calibrar las tensiones de la nación.


De cara a los años ochenta, junto a los infaltables de su línea editorial -Gonzalo Mallarino, Hernando Giraldo o Fabio Lozano-, sus amigos de vieja y de nueva data, y sus jefes diurnos y nocturnos para trasegar noticias de lunes a domingo, Guillermo Cano iluminó el recambio. Ahora, junto con sus hermanos, hijos y sobrinos sumados a la batalla periodística y, entre todos ellos, su alumna dilecta Marisol Cano, idónea para dar identidad a un Magazín Dominical coleccionable que durante tres lustros marcó las expectativas de nuevos lectores.


La lista es interminable y, como toda selección, insuficiente. A sus 61 años, cuando el narcotráfico arrebató su vida el 17 de diciembre de 1986, junto con sus editores de confianza, Guillermo Cano ya aireaba su batallón periodístico. Con su discípula María Jimena Duzán, hija de su columnista Lucio Duzán, reportera, investigadora, columnista y también colega de tres colosos de la noticia: Héctor Hernández, Héctor Mario Rodríguez e Ignacio Gómez. En tiempos de subienda de defraudadores, plagiarios, sicarios o terroristas, todos baluartes que probaron ser dignos del maestro. Del capitán del barco que entregó su vida en cumplimiento de su deber, dejando un sinnúmero de voces y recuerdos entre quienes tuvieron el privilegio de aprender de sus lecciones. La defensa de los derechos fundamentales, la pelea por el uso de los recursos públicos, la tolerancia frente a las rectificaciones del mundo. El distintivo de El Espectador de Guillermo Cano que se llevaron con orgullo los que ya no están, el que siguen enarbolando los que vibraron en su entorno y el que ahora se transmite como legado en un capítulo incesante que todavía no concluye.

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